Gustavo Petro se ha convertido en el primer presidente colombiano electo proveniente de la izquierda, en un país que tiene una tradición conservadora, enormes diferencias sociales y vive condicionado por la producción y comercio de droga.
En elecciones que no son obligatorias, el ex alcalde de Bogotá conjuntamente con su candidata a vicepresidenta negra (según como ella misma se define), activista medioambiental, defensora de los derechos humanos y feminista (entre otros desatinos), se impuso por un margen muy estrecho a un personaje que si no fuera dramáticamente impresentable podría denominarse excéntrico.
Rodolfo Hernández, el personaje en cuestión, un multimillonario, tan incorrectamente moral como para confundir a Albert Einstein con Adolfo Hitler cuando alude “al gran pensador alemán” a quien sigue, era el candidato de la derecha, se definía como anti-sistema, un out-sider, un continuador de las políticas conservadoras.
Pero Colombia también es la desmesura, la belleza de cuerpos excesivos, el color polivalente de un trópico ardiente que genera una literatura como la de Gabriel García Márquez y su Macondo (como su Aracataca natal o cualquier pueblo o ciudad de la América). El general Aureliano Buendía que ante el pelotón de fusilamiento recuerda cuando su padre lo llevó a conocer el hielo en “Cien Años de Soledad”, o el dictador eterno y omnipresente de “El otoño del patriarca”, o aquel coronel que, como esperando a Godot, espera la jubilación en “El coronel no tiene quien le escriba”, o incluso, mi libro preferido de este autor, “Crónica de una muerte anunciada”, en el cual con la verba y el estilo del antecedente periodístico que tenía García Márquez , consigue un joya en una historia que se anticipa desde el primer párrafo pero no pierde en ningún momento suspenso y la calidad temática. El asesinato que los hermanos Vicario anuncian para restituir el honor de su hermana, está advertido desde el inicio sin que, por eso, el relato pierda interés.
Esa “realidad descomunal” es el motor para García Márquez, que en el discurso de aceptación del Premio Nobel en 1982 (que en sí mismo es un extraordinario ejercicio de literatura), enumera la historia desde la Conquista relatando hechos reales, engendros imaginarios, disparates fantasmales concretados, estragos horripilantes y mortales, diseminados por toda América hispana. Y resume, “Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida”.
En mi adolescencia había leído “María” del caleño Jorge Isaacs, con su hondo contenido romántico, maniqueo y edulcorado, muy propio del siglo XIX cuando fue escrito, convirtiéndose en el primer autor colombiano que leí. Un libro que es referente de esa época pero dista del caleidoscopio sensual y exuberante con que García Márquez describe a la Colombia del siglo XX, con un pueblo sometido, supersticioso, demorado en el tiempo, socialmente injusto y dominado.
Hace unos meses me encontré con “El sonido de las olas”, un libro escrito por Margarita García Robayo, una joven escritora nacida en la Cartagena de Indias amurallada y bañada por el Mar Caribe. Sin ser nada más que una referencia anecdótica , Cartagena fue la ciudad en la cual Garcia Márquez decidió vivir en el retorno a su país natal luego de largos años de residencia en México.
El libro de Garcia Robayo, comprende tres novelas cortas que habían sido publicadas en forma independiente: “Hasta que pase un huracán”, “Lo que no aprendí” y “Educación sexual”. La autora se acerca a mujeres o niñas, encerradas en una realidad que las asfixia, tal como la protagonista del primer libro que ansía escapar de su pueblo sin conseguir la pretendida liberación. O en el segundo la historia familiar que involucra a generaciones que se relacionan con la tensión propia de las heridas no resueltas y en el último adquiere protagonismo la adolescencia, las necesidades, ambiciones y albures que en esa edad el universo femenino asume, en un colegio del Opus Dei, de férrea disciplina. Todo con el mar como cobijo y destino, como marco y plataforma de travesía. Como bien dice la autora: “Lo bueno y lo malo de vivir frente al mar es exactamente lo mismo: que el mundo se acaba en el horizonte, o sea que el mundo nunca se acaba”.
La rebeldía, el cuestionamiento, el desafío son actitudes que las mujeres personajes esenciales del libro llevan a cabo ambicionando una vida que no tienen y que vislumbran lejana. Mantiene la autora una línea argumental con cuidada prosa, con frases que resultan armoniosas, sentidas y musicales en un marco que no elude las controversias que los personajes esgrimen.
Colombia aparece como un telón de fondo en el cual, pareciera que nada cambia. Las mujeres siguen condenadas a permanecer, incómodas y estables, mientras la sociedad es la misma de siempre.
Esperemos que, con el impulso de la nueva administración, el ascenso de los sectores marginados y oprimidos, la necesaria nivelación de los recursos, la admisión de los derechos de las mujeres y la expectativa de una realidad modificada, Colombia comience a ser otra.