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En algún lugar de la meseta castellana, Hoyuelos, en la provincia de Segovia, hacia 1940, en una tarde de domingo nublada y fría, mientras aparece un “Érase una vez…” dos niñas salen de un cine pueblerino luego de ver “Frankestein” (1931) de James Whale. La guerra civil española había terminado hacía pocos años. Ana e Isabel, las dos chicas, viven con sus padres, en una mansión enorme, con varias habitaciones, cercada por rejas y con un jardín inmenso.

El padre, Fernando, se dedica al cuidado de un colmenar y escribe un diario personal. Teresa, la madre, ama de casa, redacta largas cartas que, persistentemente, destina a un antiguo amor, con confidencias de su lánguida vida. La casa, territorio inmanente a una existencia gris y opaca, tiene ventanas con cristales hexagonales de color amarillo.

La sucesión de los días, anodinos y deslucidos, en una casa que más que una locación supone un encerrado estado de ánimo, acontecen sin desatar nada más que una perpetua apatía.

Frankenstein de James Whale

La madre, en una de esas cartas, le dice a su destinatario “… resulta difícil sentir nostalgia después de lo que pasamos durante estos últimos años. Pero a veces, cuando miro a mi alrededor, y descubro tantas ausencias, tantas cosas destruidas y al mismo tiempo tanta tristeza, algo me dice que quizás con ella se fue nuestra capacidad de sentir la vida.”

Los mayores se presentan abatidos, desanimados, derrotados sin evidenciar ningún gesto de rebeldía, rabia o resentimiento. Mantienen una angustia contenida. Recurren a los recuerdos por encima del presente, ligeramente, indeseado. Las niñas, Ana, la menor, sobre todo, transcurre su infancia, preguntándose por lo desconocido, arriesgándose al misterio. La inquietud que le provocara el monstruo de la película, tendrá con el correr de los días un descubrimiento impactante. Y, oportunamente, tendrá que vislumbrar el misterio de la muerte. Isabel, por otra parte, se muestra más desalmada e impertérrita, sin moderar su crueldad, en parte, inocente. La unidad familiar es el lugar del trauma psíquico y el escenario de una íntima comunión posible.

Ana, poco a poco, se va alejando de la mansión y se acerca a una construcción abandonada, donde descubre a un hombre herido, fugitivo político al que imagina como el espíritu errante de “Frankenstein” y venciendo sus temores infantiles, termina auxiliando con comida y ropa.

Víctor Érice

En otro sentido, la sociedad expresada en su mínima integración organizada, la familia, se percibe en una especie de asumido aturdimiento que adormece y en el cual se sumergen deseos, aspiraciones, sueños e ideas.


“El espíritu de la colmena”, película de Víctor Érice, estrenada el 18 de septiembre de 1973, en España, fue desde el momento mismo de su estreno una de las películas más bellas, poéticas y entrañables del pasado siglo.

El director en su primera película pudo vulnerar la censura franquista con un film que elípticamente hablaba del horror de la guerra civil sin mostrar ninguna escena bélica ni manifestar abiertamente una posición. Pero lo hizo con tanta calidad e inteligencia que es imposible despegar la sensación de una caída emotiva que anida en los personajes por encima de una capitulación moral que claramente no se vislumbra.

El título del film ha confesado Érice, lo ha tomado de un libro del poeta y dramaturgo belga Maurice Meterlinck sobre la vida de las abejas, en el cual el autor utiliza el término El espíritu de la colmena para definir ese espíritu que enigmático y paradójica hace que las abejas obedecen sin que el razonamiento humano haya podido desentrañar.

El espíritu de la colmena

Víctor Érice había sorprendido en un film colectivo “Los desafíos”, en un sketch críptico, con símbolos que desafiaban al espectador. En el mismo camino que los directores franceses, como Truffaut, Chabrol, Rohmer y Godard, entre otros, que habían pasado de críticos de “Cahiers du Cinéma” a dirigir, Érice era un crítico que aportaba a la revista “Nuestro cine” en España y había estudiado en la Escuela Oficial de Cine.

Érice aludía a convocar la memoria colectiva desde la poesía. En “El espíritu de la colmena”, misteriosa e inolvidable, el clima dentro de la casa es asfixiante, semeja lo opresivo del colmenar. La fotografía, despojada de brillantez y luminosidad, colabora para sumar elementos estéticos que refuerzan la mirada del director. Se dice que Érice convocó a Luis Cuadrado, el director de fotografía, mostrándole un cuadro de Vermeer como referencia para la sensible luminosidad que pretendía para el film.

El laberinto del Fauno


Ha sido también la motivación de otras tantas películas. Paul Schrader la menciona como una obra capital del cine. Monte Hellman cuenta que la ha visto una docena de veces y en cada oportunidad observa elementos nuevos. Una de las referencias más emblemáticas de ese espíritu fue la centralidad del monstruo en “El laberinto del fauno” de Guillermo del Toro que mucho le debe a “El espíritu de la colmena”. Ha dicho del Toro, “haga lo que haga en la vida dos sombras se proyectan sobre la mía: una es el “Frankestein” de James Whale y la otra es “El espíritu de la colmena” de Víctor Érice, y ambas son lo mismo”.

Érice, hoy octogenario, sin tener una trayectoria extensa, ha suscrito además, algunas otras películas importantes en el cine español, como “El sur”, una relación compleja y melancólicamente sentimental entre padre e hija, “El sol del membrillo”, un documental sobre el pintor Antonio López y algunas participación en películas colectivas. Sin embargo “El espíritu de la colmena” es su mayor legado y una película entrañable, es una película que ha dejado huella, es de visión necesaria porque está llena de poesía y permite conjeturar las consecuencias aciagas que la guerra civil dejó en tantas familias españolas.