Se dice que a la historia la escriben los ganadores. En particular, los dirigentes y artífices políticos y sociales que encabezan los episodios que permiten y posibilitan la conformación de los hechos que se terminan configurando como relevantes en el desarrollo de los acontecimientos.
Pero en todas esas circunstancias participan numerosos seres anónimos que forman parte activa de los vaivenes que se incorporan en la realidad y vivencias de las sociedades.
Pocas veces, esos desconocidos adquieren relevancia para los el trazo de los orfebres que, con significativo y henchido heroísmo plasman las hojas de la historia.
Con valor, algunos escritores han encarado la cotidianeidad de las personas comunes que fueron no sólo el acompañamiento sino también el testimonio, a menudo, ignorado por parte de lo difundido en el tiempo.
Así, Arturo Pérez Reverte en “Un día de cólera” describe los acontecimientos del 2 de mayo de 1808, que terminaron en la noche de ese día con los fusilamientos a los que también aludió Goya en sus pinturas “La carga de los mamelucos” y “Los fusilamientos”. Pero el autor alude a que la novela “no tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808, en Madrid”.
Y ese anonimato activo, es lo más meritorio y atractivo del relato. Que a su vez, se nutre de elementos históricos producto de informes que el autor buscó y encontró en archivos y recurriendo a memorias de los actores principales y secundarios. Pérez Reverte rescata entonces al pueblo madrileño que recurrió a cuchillos de cocina, tijeras de coser y navajas para resistir el embate de las fuerzas napoleónicas. Y lo cuenta, insuflando dramatismo, bravura e intrepidez a “los carpinteros, mendigos, albañiles, rufianes, manolas, chisperos (…) que ese día dieron una lección de dignidad y decencia”.
Éric Vuillard, escritor, cineasta y guionista nacido en Lyon, había abordado con notable realismo un hecho histórico y largamente reservado del inicio de la Segunda Guerra Mundial. En “El orden del día”, alude a una reunión secreta (“que no estaba en el orden del día”) en febrero de 1933 en la que importantes industriales alemanes, entre los que se encontraban los dueños de marcas muy conocidas e incluso actualmente prestigiosas como Opel, Siemens, Bayer, Telefunken, Agfa y Varta, donaron importantes montos a Hitler para que éste llevara adelante sus planes prometidos en cuanto a estabilizar la desquiciada economía alemana y su escalada hiper inflacionaria. Ese apoyo económico y, veladamente, político permitió el crecimiento de la política del nazismo, las intenciones y procedimientos para alcanzar la expansión en otros territorios (en particular su avance sobre Austria), sus dramáticas consecuencias, el dolor colectivo y concomitantemente algunos beneficios que esos empresarios obtuvieron de la diabólica maquinaria nazi. Vuillard obtuvo con “El orden del día” el prestigioso Premio Goncourt en el año 2017.
Un año antes había publicado “El 14 de julio”, en el cual ubica como protagonistas a gentes anónimas, que llevadas por el hambre y la necesidad avanzaron el 14 de julio de 1789 sobre la Bastilla, tomándola y generando lo que con los años se denominó Revolución Francesa y que modificó absolutamente el mundo de las ideas y la conformación de la sociedad. Estos humildes y sacrificados hombres y mujeres fueron esos desconocidos revolucionarios que, detenidamente involucra Vuillard, en las horas de ese día. Y los vincula con hechos anteriores, como la rebelión de los trabajadores de las manufacturas Réveillon que habían reaccionado cuando fueron reducidos sus haberes y terminaron siendo víctimas (muchos de ellos perdieron la vida) de una violenta represión.
Ese, posteriormente, famoso 14 de julio, vinculado con la Marsellesa y el triple concepto de “Libertad, Igualdad y Fraternidad” que pasó a formar parte de los valores esenciales de la democracia francesa y las de todo Occidente, fue el día en que se realizó la toma de la Bastilla en un marco en el cual el pueblo sufría hambre, mientras el rey vivía en la opulencia y derrochando los recursos que percibía mediante impuestos a la población. El malestar de la gente expresado en múltiples enfoques y visto siempre desde los seres vulnerados y comunes, es el que utiliza Vuillard para, mediante sutiles y notables recursos, observar la rebelión popular.
El autor reconoce en el texto del libro, respecto a lo sucedido ese día que “los relatos que poseemos son encorsetados o descabalados. Hay que plantearse las cosas a partir de una multitud sin nombre”. Asimismo, puntualiza con eficacia la creciente ira que se configura en ese pueblo oprimido y marginado.
Utiliza como elemento disociador lo sucedido en una fábrica de empapelados muy demandada por la nobleza francesa de esa época. Los directivos, que habían disminuido el salario a los trabajadores, vuelven a reducirlo, especulando que nada sucedería. En cambio, la revuelta se perpetra y termina avanzando sobre la monarquía, cambiando el curso de la historia. Alude a “los pordioseros, los limpiabotas, los cocheros, todos los campesinos llegados a París (…) los que no disponen de fusiles van armados con palos, con dañinas puntas herradas, mazas, sacacorchos…”
Enumera el autor a personas que participaron en la revuelta, con sus aficiones y tareas y sus orígenes y alude que “los embarga una curiosa sensación de bienestar, una suerte de felicidad que no conocían (…) Se mezclan todos los acentos, las jergas, los oficios (…) Y cuantos había?. Nadie los sabe, nadie los conoce. Sin ellos, no obstante, no hay multitud, no hay masa, no hay Bastilla”.
Ese es el gran mérito de Vuillard. Darle entidad, rostro, cuerpo, sangre y enjundia a todos los ignotos que no llegan a formar parte de los libros de historia pero que fueron los orfebres que sacrificadamente con su impronta, motivación y desafío escribieron la verdadera historia.